¿Quién no ha sentido nunca como un cosquilleo en el estómago antes de una presentación importante? Es sin duda una experiencia que nos resulta familiar a todos, y sin embargo, los científicos aún no conocen su causa exacta. El eje intestino-cerebro –la influencia del cerebro en el tracto gastrointestinal y viceversa–cobra cada vez más interés en el mundo científico.

Una reseña de literatura científica, publicada recientemente en Neuropsychiatric Disease and Treatment, recopilaba los conocimientos actuales sobre el eje intestino-cerebro y más concretamente el papel de los cientos de billones de microorganismos presentes en el tracto digestivo. Los autores argumentan que las personas que padecen algún tipo de enfermedad relacionada con el cerebro tienen una microbiota alterada: aquellos con depresión y ansiedad, trastorno del espectro autista, síndrome del intestino irritable (SII), o enfermedad inflamatoria intestinal (IIE) tienen una microbiota distinta de las personas en buena salud. Pero estos vínculos, por muy interesantes que nos parezcan, no significan necesariamente que el cerebro y el intestino se influencien mutuamente.

La cuestión esencial que hay que plantearse es si modificar experimentalmente la microbiota puede alterar el cerebro y viceversa. Los autores de esta síntesis citan ejemplos que demuestran que esto puede ser cierto para gente sana. En uno de los estudios mencionados, al someter a resonancias magnéticas a mujeres sanas que habían consumido un producto lácteo fermentado con cuatro probióticos, los investigadores constataron diferencias en la actividad de ciertas partes del cerebro que controlan las emociones y las sensaciones. Por otro lado, otro estudio ha descubierto que tras haber consumido un producto a base de probióticos, los niveles de sufrimiento psicológico de voluntarios sanos disminuían. A pesar de que no todos los estudios han mostrado efectos positivos en el cerebro, cada vez más pruebas apuntan a que en individuos sanos la microbiota y el cerebro están en comunicación constante.

El paso siguiente es descubrir cómo se produce esta comunicación. ¿Estarán la microbiota intestinal y el cerebro comunicándose a través de los nervios? ¿De señales hormonales? ¿O de Facebook, quizás?

La comunicación entre el cerebro y el intestino parece depender de al menos dos elementos: las neuronas del sistema nervioso entérico (SNE) y el nervio vago.

El tracto gastrointestinal tiene su propio sistema nervioso, el  SNE, responsable de que los intestinos funcionen correctamente, facilitando que los alimentos circulen por el sitio adecuado en el momento adecuado. Los autores de esta reseña citan pruebas de que la microbiota puede ejercer un efecto « eléctrico » en ciertas células transmisoras de impulsos del SNE. Estas neuronas han reducido la excitabilidad en ratones sin gérmenes; al reintroducir una microbiota sana en los roedores, la excitabilidad recobraba su nivel inicial. Pero eso no es todo: alimentando a los ratones con Lactobacillus reuteri, se incrementaba el potencial de generar señales de este tipo de neuronas. Es incluso probable que diferentes tipos de bacterias influyan sobre las neuronas del SNE de manera diferente, algunas con tendencia agudizar la excitabilidad y otras a disminuirla.

Otro actor esencial en la comunicación intestino-cerebro es el nervio vago, el décimo de los 12 nervios craneales que conecta el cerebro y la médula espinal. Los mensajes viajarían en ambas direcciones a través del nervio vago. En un experimento, se observó que administrar Lactobacillus rhamnosus a roedores reducía sus niveles de ansiedad y depresión, pero esto no se producía si los ratones habían sufrido una extirpación de una sección del nervio vago.

La comunicación entre la microbiota y el SNE influye en el nervio vago. Algunas hormonas intestinales y ciertos péptidos podrían asimismo incitar al nervio vago a comunicar con el cerebro. Además, actualmente se están investigando numerosas otras vías de comunicación, incluidos  el sistema neuroendocrino (células que producen y liberan hormonas) y el sistema inmunitario.

Si el intestino y el cerebro envían constantemente mensajes en ambos sentidos, ¿se podrían cambiar estos modificando la microbiota? ¿Nos llevaría entonces este descubrimiento a poder diseñar nuevos tratamientos para los trastornos relacionados con el cerebro?

Según los autores, la literatura acerca de la forma en que los agentes moduladores de la microbiota pueden afectar al cerebro es escasa. Sin embargo, existen ciertas pruebas de que los probióticos y prebióticos pueden reducir los síntomas de ansiedad y de depresión en ciertos grupos. Un estudio, por ejemplo, ha demostrado que el probiótico Lactobacillus Casei Shirota reducía la ansiedad en pacientes con síndrome de fatiga crónica. Otro ha constatado que un prebiótico disminuía los niveles de ansiedad en un subgrupo de pacientes con SII. Los probióticos también han demostrado favorecer  unos mejores  resultados clínicos en la encefalopatía porto-sistémica, un síndrome neuropsiquiátrico, asociado a disfunciones hepáticas y digestivas. En modelos animales, los probióticos, prebióticos, antibióticos y trasplantes fecales han demostrado poseer el potencial para alterar la microbiota intestinal y su manera de comunicarse con el cerebro, pero aún es necesaria más investigación.

Sin ninguna duda, el intestino y el cerebro se vigilan mutuamente. Los científicos tienen ahora la tarea de ahondar más en las acciones moleculares que permiten que se produzca esta comunicación y ayudarnos así a entender la importancia del eje intestino-cerebro para la salud humana.