166638578-297x3004¿En qué medida afecta la microbiota a la comunicación cerebro-intestino? Es uno de los interrogantes que desde hace tiempo tratan de responder los profesionales de diversas disciplinas, como la neurogastroenterología o la psiquiatría. Para resolverlo han usado diferentes estrategias que incluyen desde el tratamiento con probióticos hasta los trasplantes de microbiota. Y, de momento, todos los resultados apuntan a que la flora intestinal puede modificar la química cerebral y, en consecuencia, el comportamiento.

Tal y como exponen el profesor Ted Dinan y sus colegas del University College Cork (Irlanda) en el último número de la revista Neurogastroenterology & Motility, varios estudios recientes muestran que, en modelos animales, la depresión y la ansiedad se relacionan con una alteración en la composición de la microbiota intestinal. Para estos expertos, además, ya no caben dudas de que las interacciones cerebro-intestino podrían influir en la inflamación gástrica, los síndromes de dolor crónico abdominal y la disfunción del intestino. El profesor Dinan ha demostrado también que, en ausencia de suficientes bacterias digestivas, el cerebro y el intestino no segregan la cantidad adecuada de serotonina, apodada como la «hormona de la felicidad» y necesaria para el funcionamiento correcto de esto dos órganos. Entender la relación entre las emociones y la microbiota podría conducir al desarrollo de «nuevos tratamientos para una gran variedad de patologías que incluyen la obesidad, los trastornos del estado de ánimo y las dolencias gastrointestinales», concluye el profesor Dinan.

Investigaciones del gastroenterólogo Premysl Bercik, de la Universidad McMaster (Canadá), también respaldan estas ideas. En experimentos con ratones, Bercik comprobó que, tras modificar la composición de la microbiota de ejemplares que tenían un patrón de comportamiento pasivo, éstos cambiaban de «personalidad» (comportamiento exploratorio), se volvían más exploradores y tendían a buscar la novedad y el riesgo. Y, lo que es más interesante aún, demostró que el cambio se asociaba a alteraciones químicas en dos estructuras cerebrales relacionadas con las emociones: el hipocampo y la amígdala. En concreto, el cambio en la microbiota intestinal aumentaba la expresión del factor neutrófico (BDNF), una sustancia cerebral que protege a las neuronas adultas y que escasea en las personas con comportamientos depresivos. Cuando la microbiota volvía a su estado original, los ratones recuperaban su patrón de comportamiento original.

«Cada vez entendemos mejor de qué forma la microbiota (intestinal) afecta al cerebro y al comportamiento», asegura el profesor Dinan, que está convencido de que combinando las técnicas de análisis genómico y la neurociencia descifraremos por qué cuando la comunicación entre el cerebro y el intestino falla pueden aparecer ciertos trastornos afectivos.

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