¿Recuerdan aquella película de 1987, “El chip prodigioso”? En ella, un piloto comanda una nave miniaturizada que recorre, por error, el cuerpo de un hombre bastante hipocondríaco. Pues bien, si pudiéramos, como aquel piloto, reducirnos a apenas unos milímetros, ponernos un salacot y viajar equipados con un kit de exploradores hasta nuestro intestino, descubriríamos que no tiene nada que ver con el lugar lúgubre que tal vez imaginamos, oscuro, en el que se agolpan bacterias solitarias, tristes y hambrientas. ¡Nada más lejos de esa imagen!
Descubriríamos que nuestro colon es una auténtica jungla en la que, en lugar de árboles, insectos y animales, albergamos sobre todo bacterias, de varios cientos de tipos diferentes por individuo, pero también virus, hongos, arqueas y levaduras. Todos esos microorganismos conforman nuestra microbiota intestinal, son tan numerosos como las células humanas, y actúan todos juntos, al unísono. Y para ello se comunican continuamente entre ellos y con nuestras células.
Y como ocurre en la jungla, en la que todos los seres que viven en ella se relacionan unos con otros, no solo se hablan, sino que también compiten, colaboran, incluso también se devoran o se benefician unas de otras. “Además, son muy promiscuas y se intercambian genes entre ellas con mucha facilidad”, bromea Ignacio López-Goñi, catedrático de microbiología de la Universidad de Navarra y miembro de la Sociedad Española de Microbiología. “Es así como se transmite por ejemplo la resistencia a los antibióticos”, añade este microbiólogo.
De esa comunicación, de alguna manera depende nuestra salud. Porque cuando alguna cosa altera ese “diálogo” y se producen desequilibrios, suelen aparecer los problemas de salud. Hasta el momento se han descrito más de 300 enfermedades que están vinculadas a la microbiota intestinal, como obesidad, diabetes o alergias, pero también depresión, cáncer o incluso Alzheimer.
De ahí la importancia de comprender mejor cómo se comunican las bacterias, su “vida social”. Uno de los canales que utilizan es el ‘quorum sensing’, que les permite saber si son el suficiente número de bacterias para activar y desactivar genes y, por tanto, para apagar o encender determinadas funciones. Para ello, producen unas sustancias químicas que les permiten saber si son muchas o no y si vale o no la pena, por ejemplo, secretar una toxina, que supone un gasto elevado de energía.
Siguiendo con el símil de la jungla tropical, de la misma forma que hay algunas especies que son clave para el equilibrio y la buena salud de ese ecosistema, y que si quitas a esa especie en concreto todo el ecosistema cae, algo parecido ocurre en el intestino, en donde habita una enorme diversidad de microorganismos en el que también hay especies clave, bacterias, que son esenciales para mantener el equilibrio de todo el ecosistema. “Esas bacterias, si cambian, cambia todo el ecosistema y eso es porque se comunican entre ellas y por los metabolitos que producen, que utilizan otras bacterias”, afirma Goñi.
Las bacterias, además, como nos ocurre a los humanos tejen redes y se llevan mejor con unas u otras, y se necesitan para sobrevivir. Y eso es algo que los científicos han aprendido recientemente. Pongamos por caso a una de las bacterias más “famosas” recientemente, Akkermansia muciniphila, asociada a personas con peso correcto y que parece tener efectos positivos para combatir la obesidad y la diabetes tipo 2. Esta bacteria es posible aislarla de las heces de lactantes y también de ancianos, lo que implica que nos acompaña a lo largo de nuestra vida. Sin embargo, cultivarla en el laboratorio es muy complicado, precisamente porque, como señala Goñi, “Akkermansia necesita para crecer a otras compañeras de viaje, que aún no se sabe quiénes son y por eso, aunque se pueda aislar y obtener en el laboratorio, es complicado hacerlo en una elevada concentración”.
Este microbiólogo, autor de “Microbiota: los microbios de tu organismo” (Ed. Guadalmazán, 2018), subraya que, a pesar de que solamos referirnos a bacterias buenas o malas, como acabamos de hacer con Akkermansia, lo cierto es que no son ni una cosa ni otra. Ellas “lo que quieren es multiplicarse, y vivir en paz. En ese sentido, todas son buenas”. Y, de hecho, la inmensa mayoría de microorganismos lo son porque llevan a cabo multitud de funciones en la naturaleza, sin ellos no sería posible la vida en la Tierra. Ahora bien, “algunos de esos microorganismos en su afán por multiplicarse compiten con otras bacterias y otros seres vivos y pueden producir enfermedades. Por ese motivo, se les suele colgar el cartel de ‘malas’ o patogénicas”, explica.
“Esas bacterias, si cambian, cambia todo el ecosistema y eso es porque se comunican entre ellas y por los metabolitos que producen, que utilizan otras bacterias”
Muchas de esas bacterias consideradas “malas” están dentro de nosotros, por eso son comensales, compartimos ecosistema; si alguna acaba proliferando mucho más de la cuenta, puede producirnos alguna enfermedad. Por ello, se las llama bacterias patógenas oportunistas. Y son las bacterias “buenas” las que se encargan de mantenerlas a raya, ayudadas por el sistema inmunitario. “Cuando estamos con las defensas bajas o la microbiota está alterada, esas bacterias patógenas oportunistas toman la oportunidad, proliferan, crecen y pueden acabar provocando una infección”, relata López Goñi, que pone como ejemplo el caso de Clostridium difficile, una bacteria de la que muchas personas son portadoras; en condiciones sanas se mantiene a raya y en otras condiciones, puede proliferar y producir una infección intestinal muy potente.
Al final no se trata de bacterias buenas o malas, sino de un ecosistema en equilibrio o en desequilibrio, insiste este microbiólogo. “Si estás en una selva tropical, no interesa que crezca demasiado una determinada especie que te altere todo el ecosistema”. Al final, destaca Goñi, “conocer la vida social de las bacterias, como se comunican y relacionan con el organismo va a suponer un cambio de paradigma en la medicina personalizada del futuro”.