¿Quién no se ha atiborrado alguna vez para aplacar sus nervios? Cuando se trata de un hecho puntual, como mucho nos hará ganar algún kilo o sentirnos culpables. Sin embargo, si se convierte en un hábito,  pasa a ser considerado por la medicina un trastorno de la alimentación. De hecho, cerca del 9% de la población experimenta algún tipo de trastorno de la alimentación en algún momento de su vida (cifras de Estados Unidos). Además, cerca del 5 % de las mujeres y del 2 % de los hombres, y más especialmente adolescentes y jóvenes adultos, padecen enfermedades serias como la anorexia, la bulimia o el trastorno por atracón.

Hasta la fecha, la investigación en este ámbito se había centrado en el cerebro y en las causas cognitivas de estos trastornos. Pero un equipo de investigadores franceses acaba de arrojar algo más de luz  sobre esta cuestión: ¿y si el intestino, y más concretamente la microbiota intestinal, desempeñara una función en todo esto?

En un estudio publicado recientemente en la revista Translational Psychiatry, investigadores del Instituto Nacional para la Salud y la Investigación Médica   de Francia (INSERM – Institut national de la santé et de la recherche médicale) y de la Universidad de Rouen afirman haber descubierto unas bacterias en el intestino que interfieren en el proceso mediante el cual el cuerpo regula el apetito, al menos en roedores.  

Al parecer, algunas bacterias normales y sanas, como Escherichia coli, producen una proteína denominada CIpB. Cuando el sistema inmunitario detecta esta proteína, genera anticuerpos para atacarla. El problema reside en que esta proteína (la CIpB) es prácticamente idéntica a la melantropina, también llamada hormona de la saciedad, y que es la encargada de regular el apetito. Por lo tanto, cada vez que los anticuerpos atacan esta proteína, lo hacen también con la hormona y de esta manera el cuerpo ya no reconoce la sensación de saciedad. En el caso de las personas con anorexia, este fenómeno las hace sentirse saciadas demasiado pronto y en el de las bulímicas, demasiado tarde, por lo que continúan comiendo.

Para llevar a cabo estos experimentos, los investigadores franceses usaron ratones. Dividieron a los roedores en dos grupos: al primero se le suministraron cepas de E coli modificada, que ya no producía CIpB y al otro bacterias intestinales corrientes. Al cabo de un tiempo, pudieron constatar que los roedores el primer grupo no cambiaban de comportamiento alimentario y que sus niveles de anticuerpos no habían variado, a diferencia de los del segundo. A continuación, quisieron comprobar la veracidad de sus hallazgos en 60 personas y a raíz de estas observaciones se percataron de  que aquellas que tenían un nivel alto de anticuerpos contra el CIpB eran las mismas que padecían los trastornos de la alimentación más graves.

En cualquier caso, estos resultados continúan siendo preliminares. Los científicos siguen sin entender del todo la manera en que la función física interactúa con el trastorno psicológico. En unas declaraciones concedidas al periódico británico Daily Mail, el Profesor Serguei Fetissov, co-autor del estudio, recalcaba que «parece existir una conexión lógica, teniendo en cuenta que el principal factor de riesgo para estos trastornos es el estrés. Podría tratarse de estrés psicológico, físico o intestinal. El cuerpo produce estos anticuerpos cuando se le somete a una situación de estrés, en forma de riesgo de infección por bacterias.»

A pesar de tratarse tan solo de una hipótesis, el Profesor Fetissov piensa que los factores psicológicos podrían ser el detonante de la anorexia o de la bulimia y que el trastorno molecular alimentaría la enfermedad. Si se llegara a demostrar esta hipótesis en el hombre, se podrían plantear tratamientos individualizados y específicos para los trastornos de la alimentación. El objetivo sería el de neutralizar la proteína recurriendo a anticuerpos específicos que no afectaran a la hormona del apetito. Los científicos ya se han puesto manos a la obra para desarrollar un test sanguíneo basado en la detección de esta proteína bacteriana llamada CIpB.